domingo, 12 de diciembre de 2010

Mi abuelo, el muerto.


Hoy conoceré al padre de mi padre. Crecí sin percatarme del vacío que representaba carecer de un abuelo. Mi padre jamás lo mencionaba, tal vez a él tampoco le hizo falta. Mamá Dalia prendía un pitillo de hojas y nos contaba de sus eternos pretendientes, de lo hermosa que era cuando joven, pero nunca del abuelo Guillermo. Mucho tiempo después vine a saber que había sido violentada y después obligada a casarse, en un matrimonio que no duró más que su embarazo. Abuelo Guillermo era comerciante viajero, y de vez en vez regresaba a ver cómo se hacía hombre su hijo; hasta aquella vez en que se lo llevó a recorrer la república vendiendo alfombras en un viaje de dos meses –la mayor cantidad de tiempo que pasaron juntos-, y después de regresarlo no se volvió a saber nada de él. Hasta ayer. Llegó carta de alguien que firmaba como tío mío, aunque en mi vida había escuchado su nombre en las tertulias familiares. Avisaba de la muerte de Guillermo Morales, y se invitaba a su velorio en el pueblo X. Papá arregló nuestras maletas, mamá no quiso venir. Ahora, después de cinco horas de viaje, llegamos a la dirección que indicaba la carta. Hay un moño negro en la puerta, es aquí. La casa es amplia, pero no lo suficiente para ser fresca. Me aflojo la corbata y con un pañuelo limpio el sudor de mi cara, hay que estar presentables. Ni papá ni yo conocemos a nadie, pero todos se acercan con caras afables a saludar. Este es el tío Alfonsino, ésta la tía Matiana, son hijos de mi abuelo y la señora que reparte refrescos al fondo, la viuda, la dueña de la casa. Pero están presentes cinco viudas más, y hay tantos hermanos de mi padre que no recuerdo sus nombres. Alguien propone que nos tomemos una foto de recuerdo todos los parientes, y nadie piensa que es inadecuado. Papá y yo somos arrastrados al frente y miramos desconcertados a la cámara. Digan queso, Quee-so. Por fin llega el sacerdote, así que entramos a la habitación oscura donde está mi abuelo. Han cerrado las puertas, hay velas encendidas por todos lados, y huele muy fuerte a incienso y otra cosa pero no descubro qué es. Se escucha el murmullo de rezos, plegarias, sollozos y sorber de narices. De pronto descubren el ataúd y vislumbro un hombre calvo, moreno, grueso, y descubro los rasgos de mi padre. Nunca había visto un muerto, ¿son todos así de pálidos? Se le ve tan encogido, pequeño y arrugado. Algo me zumba en los oídos, tomo por el hombro a papá y murmuro algo como “No me siento bien”. Me sostiene y salimos, no recuerdo más.
Cuando abro los ojos, me miro tumbado en una banca del pasillo; las nuevas tías sonríen: “Te pareces a tu abuelo”, me dicen. Qué vergüenza, a mi edad y desmayándome como doncella. No me dejan ir al entierro, me obligan a descansar en cama y alguien me hace beber una medida de mezcal, para el susto. Me acuesto, qué otra cosa puedo hacer, me giro hacia la pared y pienso: “Mierda, la muerte tiene que ser mujer”.


In voluptate mors.