lunes, 23 de mayo de 2011

Al márgen

Como llegar tarde a la fiesta, al final, con las luces apagadas y los restos incomibles del banquete. Así puede ser una clase universitaria de literatura cuando el docto profesor cita y explica un autor que no has leído, que no conoces. Aquellas palabras se sedimentan en tu memoria para salir brevemente a la superficie meses después, años después, cuando por fin lo lees. No recuerdas, no consigues recordar aquello tan importante que se dijo de ellos. Estoy rascando en mi memoria y no logro traer a la boca esas palabras inmortales de John Andrews. Pero, ¿para qué te cuento esto? Tú quieres que te hable de mis días en la facultad, cuando conocí a Rodrigo y Dora. Él me gustó de inmediato, a ella la descubrí después. No sé cómo terminamos los tres viviendo en el mismo departamento, ni cómo el triángulo amoroso pasó de la alegre comunión a la desgracia.
            ¿Sabes? De ella me gustaba su voz acariciante. De él, sus manos, acariciantes también. Ja. Hacer el amor con ellos era sumamente gratificante, parecía que nuestros cuerpos no se cansaban el uno del otro. Pero no vayas a creer que alguna vez lo hicimos los tres. A ninguno nos gustaba esa idea. En los pasillos de la universidad éramos inseparables, sí, pero en la intimidad nunca había más de dos. Jamás nos pusimos de acuerdo para determinar quién sería el solitario, las cosas simplemente se daban. Hasta que de pronto me vi en la soledad de mi habitación noche tras noche, semanas seguidas. No me alarmé, al principio. Ideé formas sutiles de recordarles me presencia, como preparar cena para tres, subir el volumen a las canciones que sabía les gustaban, sonreír con más frecuencia cuando por casualidad nuestras miradas se topaban. Por casualidad, ¿ves? Porque ya casi ni me miraban. Pasé a ser uno más de los muebles, ese cuadro viejo que nadie observa de tanto estar colgado en la pared.
Una noche, los encontré en mi cuarto. Desnudos, en mi cama. Pensé que era la forma en que se congraciaban conmigo, una invitación a estar juntos, verdaderamente juntos los tres. Me desvestí y entré en las sábanas de tibieza ajena. Besé la espalda de él mientras acariciaba los senos de ella. Ellos voltearon a mirarme profundamente, como no lo habían hecho en mucho tiempo. Aún no puedo definir si su mirada fue retadora o despectiva, pero definitivamente excluyente. Me levanté con prisa, tomé mi ropa y me fui. No los he vuelto a ver. Dices que se casaron, puede ser.
            Espera, no apagues la grabadora. Acabo de recordar a John Andrews, lo que dijo alguna vez: “Mi vida es una fuga; unos cuantos motivos centrales y multitud de variaciones”.

martes, 8 de febrero de 2011

Corpus

MI cuerpo. Nacido entre dolores de parto natural en una sala antiséptica de un hospital público. Ojos simétricos, cinco dedos en cada extremidad, dimensiones normales. Declarado “sano” por doctores, llamado Melba por mi padre. Lunares heredados, cicatrices propias. Pie plano, tez morena, tendencia al encorvamiento, miopía progresiva. Huellas de estrías debido a variaciones de peso. Orejas horadadas sin mi consentimiento. Ningún tatuaje, ningún embarazo, ninguna cirugía. Como únicas pertenencias: mis huellas digitales, mi malograda conciencia y mi psique.