domingo, 26 de agosto de 2012
Estación Impaciencia
Abuela dice que tener el cabello tan largo no es bueno, quita el sueño e incita a otros a soñar. Me lo dice mientras me cepilla, aún a sabiendas de que en cuanto me suelte, me haré una trenza lo peor que pueda y saldré a andar en bicicleta, dejando que en el camino, flores y ramitas se atoren en mi pelo.
jueves, 23 de agosto de 2012
Enjugarse los labios
Hay días, como hoy, que el lapislázuli
no lapida los dientes en tonos de azul.
Ya no hay nada que te alimente, poesía;
bástate de ti misma, o por favor ya cállate.
martes, 21 de agosto de 2012
Te pego pero no me dejes (parte III)
A medio día
entramos de nuevo en el auto. Al pasar frente a los Portales, Melchor se orilló
y bajamos todos con él. Éramos un grupo digno de ver. Con la ropa medio mojada
aún, el cabello revuelto y los zapatos llenos de arena, tomamos una mesa de
afuera. Mauricio era el único decente, además de que el bastón y los lentes
oscuros siempre le dotaban de cierto respeto. Cuando se acercó la mesera
levantó la ceja y nos tomó la orden. Era bastante guapa, pero no tan guapa como
Ananda. Tres cafés, una coca. Te va a dar diabetes, para eso es mejor morir de
borracho, me soltó Melchor. Siempre me decía lo mismo. A él siempre le
escuchaba los consejos, desde aquellos remotos años en que tomé su clase en la
facultad. Desde entonces se volvió mi mentor y mejor amigo. No puedo decir que
yo fuera el suyo. Le simpatizaba, a lo más, porque era de los pocos que no
lo juzgaba cuando llegaba ebrio a dar clase. Era una especie de genio. Podía
dirigir un concierto venido directamente de pasar la tarde en alguna cantina,
sin que nadie en el público lo notara. Los músicos lo notábamos, no en la
pauta, pero sí en los ojos ligeramente desorbitados, y su hedor a alcohol. Eres
un blando, ése es tu problema. Por eso te dejó tu noviecita y por eso no vas a
triunfar como músico. Se hizo el silencio. En ese momento regresó la mesera con
las bebidas. ¿Nada más? Nada más, gracias. Debiste nacer ciego o deforme, así
seguro tendrías agallas, siguió Melchor. Miré de reojo a Mauricio, seguía
impávido bajo sus lentes oscuros. Tampoco José pareció haberse dado por
aludido, en ese momento se zampaba un pan dulce. Tragué saliva y no se me
ocurrió qué responder. La mesera pasaba junto a mí, así que le hice una seña.
Una cerveza, por favor. Melchor esbozó una sonrisa.
lunes, 20 de agosto de 2012
Te pego pero no me dejes (parte II)
A las seis de
la mañana llegamos al puerto, pero era aún muy temprano y ningún café abría al
menos hasta las ocho. En la playa, unos pescadores acomodaban sus
redes para salir a mar abierto. Nos instalamos bajo unos toldos desocupados y a
los minutos José regresaba con un cartón de cervezas y una cocacola para mí.
Melchor fue donde los pescadores y lo perdimos de vista un rato. Entonces me
enteré de que José no vendía papas en una verdulería, como yo imaginaba, sino
que tenía por toda la ciudad varios puestos en donde sus empleados se
pasaban el día pelando las papas y friéndolas en pailas, para luego venderlas
en bolsitas de diez pesos. Al parecer vender papas dejaba buen dinero. Todo lo
que ganaba lo ahorraba para los quince años de su hija, según él, pero a mí me
pareció que desde hacía mucho ya había juntado lo de tres fiestas. Su hija no
pensaba lo mismo: ella quería un vestido que había visto en un catálogo de una
tienda francesa, llegar en limosina al salón de fiestas de un gran hotel, y un
platillo de cinco tiempos para todos sus invitados. Mauricio comenzó a hablar
sobre lo terrible que resultaba derrochar el dinero de unos buenos estudios
universitarios, en nombre de presentar a las jovencitas en sociedad. Después
siguió con un discurso sobre los bailes en la cortes imperiales, pero estaba tan
agotado que me quedé dormido. Soñé con Ananda bailando el vals en un vestido de
princesa rosado. Cuando abrí los ojos, Melchor ya había regresado, y traía en
las manos dos cubetas llenas de ceviche, que todos devoramos con las manos sin
preguntar de dónde habían salido. Cuando se acabó la comida y las cervezas, nos
metimos a la playa con todo y ropa, menos Mauricio, porque según dijo, odiaba
el mar. Ninguno pidió más explicaciones. Lo dejamos asoleándose en la playa
mientras los otros nos despabilábamos con el agua fría.
Te pego pero no me dejes (parte I)
Nombre, cómo crees, yo te invito. Melchor siempre me invitaba las cocacolas, incluso aquella vez que me iba a Cuba por parte de la Sinfónica, y no tenía un peso. Era la noche anterior a irme. Además sacó los billetes que llevaba en la cartera y también me los dio. No le he pagado. No me dejó hacerlo.
El día en que Ananda me desposeyó de ella, la fui a llorar como perro al bar de Fito. Melchor estaba ahí, como siempre. Él iba ya en el quincuagésimo limonero, pero no por ello dejó de escuchar mi penar con la atención que merecían los cinco años de nuestro noviazgo. Eres un imbécil, me dijo. Era un imbécil, ciertamente. Ananda me dejó por otro imbécil que le pegaba. Yo era muy bueno con ella, al parecer. Muy bueno para su gusto. Después de la primera cocacola me seguía sintiendo miserable, pero presté atención en los otros dos comensales con los que compartíamos barra. Escuché que el de la izquierda de Melchor se llamaba José y vendía papas. Noté que tenía labio leporino. Al otro yo lo conocía. Era Mauricio, un saxofonista ciego que solía tocar con cierta frecuencia frente un banco en la zona céntrica de la ciudad. Yo lo admiraba, era una leyenda para los músicos de la facultad. Nadie entendía por qué con tanto talento tocaba en la calle, pero se contaba que años atrás había sido profesor en el Conservatorio de Música, y que por oscuros motivos había renunciado. Era bien sabido que no tocaba por dinero, y que tenía una casa bonita en el centro. Tocaba para que le escucharan, digo yo. Para decir aquí estoy. Me emocioné, por supuesto, de estar junto a él en un tugurio como ése. Por un momento me olvidé de Ananda y estuvimos platicando sobre arte contemporáneo, del cual no sé un comino, pero bastó con decir que la Galería de la Ciudad era un asco para que él me diera la razón y además me diera cátedra de por qué era cierto. No sólo era un músico eminente, también era bastante entendido en otros aspectos.
El día en que Ananda me desposeyó de ella, la fui a llorar como perro al bar de Fito. Melchor estaba ahí, como siempre. Él iba ya en el quincuagésimo limonero, pero no por ello dejó de escuchar mi penar con la atención que merecían los cinco años de nuestro noviazgo. Eres un imbécil, me dijo. Era un imbécil, ciertamente. Ananda me dejó por otro imbécil que le pegaba. Yo era muy bueno con ella, al parecer. Muy bueno para su gusto. Después de la primera cocacola me seguía sintiendo miserable, pero presté atención en los otros dos comensales con los que compartíamos barra. Escuché que el de la izquierda de Melchor se llamaba José y vendía papas. Noté que tenía labio leporino. Al otro yo lo conocía. Era Mauricio, un saxofonista ciego que solía tocar con cierta frecuencia frente un banco en la zona céntrica de la ciudad. Yo lo admiraba, era una leyenda para los músicos de la facultad. Nadie entendía por qué con tanto talento tocaba en la calle, pero se contaba que años atrás había sido profesor en el Conservatorio de Música, y que por oscuros motivos había renunciado. Era bien sabido que no tocaba por dinero, y que tenía una casa bonita en el centro. Tocaba para que le escucharan, digo yo. Para decir aquí estoy. Me emocioné, por supuesto, de estar junto a él en un tugurio como ése. Por un momento me olvidé de Ananda y estuvimos platicando sobre arte contemporáneo, del cual no sé un comino, pero bastó con decir que la Galería de la Ciudad era un asco para que él me diera la razón y además me diera cátedra de por qué era cierto. No sólo era un músico eminente, también era bastante entendido en otros aspectos.
A las tres de la mañana se dejó de escuchar música de banda en las bocinas del lugar para tocar a Mahler. Era la forma ensayada de Fito para correr sutilmente a sus clientes. Melchor y yo siempre nos quedábamos un rato más, cuando la gente ya se había ido, y Fito amenazaba con cerrar las puertas. Esta vez sonaba la sinfonía no. 2, “Resurrection” cuando Melchor se levantó del banco, pagó mi cuenta y la suya, tomó a Mauricio del brazo y salió por la puerta. Yo lo seguí, y también el tal José. Nos subimos los cuatro al auto de Melchor, quien siempre se ofrecía para llevar a sus casas a cuanto compadre se le aparecía. Los tres iban bastante alcoholizados, menos yo, porque soy abstemio y sólo tomo cocacolas; aunque he de decir que cuando se está deprimido uno torna a perder la conciencia peor que un bebedor, y yo estaba por los suelos. No sé cómo ni quién pensó que era buena idea irnos por un café al puerto de Veracruz, pero Melchor no dudó y cuando me di cuenta ya íbamos en carretera. No puse objeción, lo único que quería era dejar de pensar en Ananda y su bélico amor por un rato.
viernes, 17 de agosto de 2012
Fractal
La televisión apagada me habla en soliloquio, frente al espejo.
Mis ojos fractales denuncian noticias que no escucho. El smog, el amartizaje, el aumento al transporte público. Las formas, los colores, son minúsculos puntos que se encienden y apagan.
Si por fin me desanimo, si por fin el botón, me da hambre que no tengo, quiero algo que no quiero, se me van los sueños.
jueves, 16 de agosto de 2012
Incertidumbre con certeza
miércoles, 15 de agosto de 2012
El cuerpo aquí y la cabeza en otra parte
Me gusta cuando empiezas a desnudarme quitándome el cabello sobre la cara. Que sigas despojando mis orejas de joyas inoportunas. Después los besos, apenas simulados. No cierras la puerta, pero sí las persianas. La penumbra siempre ha sido nuestra aliada.
Poca cosa es no verte cuando tú deseas. Un par de días a la semana bastan. No te pregunto cuándo volverás, porque no me importa.
Elijo que me digas que me quieres sólo cuando nos despedimos, antes no.
Prefiero que tus amigos piensen que soy guapa, pero tú no. A ti no te permito decirlo. Permitido tienes tantas otras cosas, que aprovechas antes de callarnos.
martes, 14 de agosto de 2012
Por no dejar
Hay un poemario extraviado en una habitación de hotel.
No te pido que vayas por él, pero sí que lo pienses, que lo escribas, y luego me lo leas en voz alta bajo el árbol que nunca conocimos.
No te pido que vayas por él, pero sí que lo pienses, que lo escribas, y luego me lo leas en voz alta bajo el árbol que nunca conocimos.
De lo sensato, lo otro
Cada que veo a un cartero, A., me sonríe sin saber.
Sin voltear la cara. Sin llegar a verme.
Te escribo una carta que nunca mandé. Anexo leche para tu café, que no tomas, porque eres precavido.
Preguntas que cómo suspiro. No sé qué contarte sino que bajo mi cama, anido una migala. Que en estas paredes púrpuras no vive Egon Shiele mirando desde arriba; que me mira desde abajo, cuando me pongo las medias.
Albergo un lunar en la punta de la nariz, sólo porque te gusta. El día que se quiera ir, intentaré convencerlo de que se quede otro poco. No me hará caso. Querrá marcharse, y le daré la libertad, porque ya no hay quien lo mire con esos ojos.
Yo no guardo frascos, ni conozco el formol. Tengo en cambio un montón de perfumes que conservo en la tela suave de otras almohadas. Tengo también tres nubes en la pared. Cuando leo sobre mi cama, levanto las piernas y apoyo ahí mis pies. Si guardas silencio, incluso de noche se escuchan las ruedas de los camiones allá afuera. Guarda silencio, te digo, porque Fito e Isabel ya regresaron. No te rías. No te muevas, ¡eh! No te muevas. Mañana me voy, hoy, o ayer.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)