lunes, 27 de enero de 2014

Inquilinos

No soy amante de la música clásica. No creo ser el único al que no le interese ni por asomo la música clásica. Estoy consciente, no obstante, de que escuchar a Chopin, Bach, Schubert y Mozart es signo de buen gusto e indicador de un criterio por encima de la media. Por esa razón -por no parecer un bárbaro- me he pasado algunas tardes de mi vida en salas de conciertos, en donde frecuentemente me he quedado dormido. Para mi suerte, las salas de música suelen ser oscuras, y dado que es innnecesario mantener conversación alguna con mi acompañante durante las dos horas de concierto, he logrado salir ileso de esos eventos, sin que nadie note mi auténtico desinterés. A la salida del teatro nunca está de más comentar la excelente acústica del lugar, y comentar lo simpático que ha estado el director.  
Bueno, pues soy un bárbaro. A los primeros acordes de una orquesta, me fulmina el sueño. Una profesora de la Academia de Artes solía decir que la razón por la que la música clásica no tuviera el mismo éxito que la música pop, es que la gente se rige por la ley del mínimo esfuerzo. Las partituras de las canciones populares consisten en la repetición invariable de unas cuantas notas, por lo que conseguimos recordarlas y hasta tararearlas distraídos. En cambio, la música clásica posee una compleja combinatoria de notas y tiempos, por lo que implica mayor atención auditiva y retentiva. Pese a esta interesante explicación, no consigo gustar de esta música. ¿Estoy terriblemente equivocado? ¿Soy un vulgar zafio? 
Creo que sólo intento excusarme. Así como existe la libertad de prensa, de credo, y de preferencia sexual, creo en mi legítimo derecho de estar disconforme con una consideración generalmente aceptada; pero me avergüenza aceptarlo. Por eso hice lo que hice como el cobarde que soy. Me refugié tras el barniz de hombre respetable que en mi edificio creen que tengo por el simple hecho de trabajar para la Academia, y conseguí que se hiciera mi soberana voluntad. Me sorprende haberlo conseguido, y no puedo evitar sentir algo muy similar a la culpa. 
Mariane se mudó al departamento de junto hace dos meses. Ella es una francesa guapa -hay pocas francesas que no lo sean-, que me generó simpatía desde la primera vez que conversamos en el pasillo mientras yo regaba mis dalias, y ella comentaba haber leído en algún lugar lo favorable que es hablarles y cantarles a las plantas, pues las ondas sonoras inciden en su metabolismo. De no ser porque me repele la idea del ridículo en el rechazo lógico entre una mujer joven y bella, a un hombre respetable, sí, pero entrado en canas, la habría invitado a tomar una copa de vino en mi departamento. No lo hice, y fue mejor así. Mariane era chelista, y practicaba todas las tardes de cinco a nueve. Por menester arquitectónico de mi edificio, todos los departamentos compartían con el vecino una pared a cada lado. Yo podía escuchar, cada mañana, el golpeteo de la rasuradora contra el lavabo del baño del señor del nueve, las ollas metálicas de su señora, y los portazos de los hijos. Toda la familia salía de casa antes de las nueve, y no volvía a escucharlos hasta que era de noche. El departamento siete era el más pequeño, por lo que casi siempre estaba desocupado, y mantenía sus paredes silentes. Hasta que llegó el chelo de Mariane y alteró el orden establecido en mi cronograma. El ruido -me disculparán que lo llame así- me tenía en vilo durante la hora de mi siesta, y en las horas posteriores, que yo dedicaba a trabajar en mis artículos. Solía repetir el mismo fragmento de partitura veinte o treinta veces, lo que me causaba migraña, y disipaba cualquier atisbo de concentración que intentara mantener. 
La situación se volvió insufrible. No pude descansar ni trabajar durante tres semanas, ni me atreví a decirle a Mariane que su música me molestaba. Intenté adoptar esa costumbre bien vista de escribir en los cafés, pero conseguí los mismos resultados. No sé cómo hacen esos escritores jóvenes para leer o escribir ajenos a las conversaciones alrededor, al golpeteo de las cucharillas en las tazas, o al estrépito fortuito de un vaso que acaba en el suelo por error. Volvía a mi departamento a las nueve, con mis apuntes en blanco, a intentar avanzar en el artículo sobre las influencias tempranas de las Vanguardias europeas, pero desprovisto de mi siesta, terminaba por quedarme dormido antes de las diez. 
Tenía que resolverlo, y opté por la solución menos caballerosa. El día que el casero vino por la renta, le solté que los vecinos del edificio me habían confiado la tarea de interceder por ellos en el asunto del escándalo que se sucedía cada tarde en el departamento siete. Todos apreciábamos la buena música, pero el ruido perturbaba la serenidad a la que estábamos acostumbrados en el edificio. Incluso la venerable inquilina del cinco había comenzado a tomar pastillas para los nervios a raíz del ruido. Confesé con simulado rubor que algunos eran de la opinión de que la intérprete era francamente mala. El casero parecía apabullado. No tenía ninguna razón para creer que yo mentía, así que prometió hablar con Mariane para solucionar la molestia generalizada. Le agradecí por su compromiso con la comunidad del edificio, y le pedí que tratara el asunto con tacto, pues al fin y al cabo, Mariane era una dama. Al despedirme en la puerta,  sugerí que bastaría con poner un paño bajo las cuerdas para ahogar el sonido. Sin perder tirmpo pegué la oreja a la pared de Mariane. Escuché al casero tocar a su puerta, pero no pude seguir la conversación, que se perdió en murmullos durante varios minutos. Asumí que ella había aceptado apenada su desconsideración con los inquilinos, y había tomado el consejo del paño, pues era tarde no escuché el chelo, ni al día siguiente. De hecho, no volví a escucharlo más, y dejé de pensar en ello, pues estaba en tiempo límite para entregar mi artículo, al que me dediqué en pleno los días subsecuentes. 
Supe de Mariane una tarde en que regresaba de la universidad. Encontré a la inquilina del cinco en su lento ascenso por la escalera, y la ayudé tomándola del brazo para que se apoyara. Preguntó por mi trabajo, al que contesté con evasivas amables, y luego lamentó que hubiesen terminado los conciertos vespertinos, ahora que la señorita del chelo se había mudado. Mi sorpresa hizo tambalear a la anciana. Contesté que era una pena que se hubiera ido, pero a lo mejor el departamento era muy pequeño para ella, y era mejor así.
Pero Mariane se fue por mi culpa. No sé si el casero le pidió que se fuera, o ella lo decidió así, ya que en este edificio le impedían ensayar. Cualquiera que haya sido el caso, fue mi intolerancia por la música clásica lo que le hizo mudarse. O tal vez no. Tal vez si hubiese sido un jazzista, un guitarrista, o un rapero, hubiese hecho lo mismo. Sólo intento justificarme.