viernes, 18 de octubre de 2013

Ésta es una hoja de otoño


Abrió la puertecilla del buzón distraída, con la costumbre asumida de vaciarlo cada viernes. Cogió los sobres con estados de cuenta de tarjetas impagadas, la publicidad comercial, los volantes con propaganda, y se dispuso a tirarlos en la papelera del recibidor. Entonces notó entre todos los papeles una cartulina lo suficientemente gruesa como para llamar su atención. Era una postal con un paisaje veneciano. Antes de leer la pequeña inscripción en el margen, reconoció el Ponte di Rialto visto de noche, con sus luces encendidas y una pequeña góndola detenida en el instante preciso en el que atravesaba el puente. Dio la vuelta a la postal, y leyó en letras manuscritas: "Ésta es una hoja de otoño". No había escrito nada más, ni siquiera un nombre, pero aun así sonrió. Tuvo de nuevo esa sensación harta conocida de estar viviendo un momento literario, con la plena conciencia de saberse un personaje. 
      Si le hubieran preguntado, no hubiera podido precisar cómo sabía distinguir un momento literario del que no lo era. Esperar en una mesa de un café a que se acercara el mozo sí lo era; pero esperar en la misma mesa a que llegara su cita, no. Mirar abstraída una mancha de musgo en una barda sí lo era, pero mirar el pasto crecido del jardín, no. Pensaba que en su naturaleza de personaje no le era posible decidir sus instantes literarios, sino que éstos le pasaban. La vida le pasaba. Quien la escribía decidía cuál suceso debía escribirse, el resto le pertenecía a ella para que lo viviera con indolencia, como requisito para alcanzar el punto temporal en el que el siguiente evento habría de ser nombrado. 
      Guardó la postal trasatlántica en un cajón de su escritorio y tiró el resto de los papeles. Puso un disco de Chet Baker y cuando sonaban los primeros acordes encendió el quinto cigarro del día 
[El puntero en la pantalla del escritor parpadeó veintisiete veces, antes de que se decidiera a poner el punto al final de la frase, satisfecho de la redondez del número cinco en ella].

domingo, 28 de julio de 2013

El creyente


Un hombre se enamoró de un mitómano. Cuando la verdadera naturaleza del embustero fue revelada, ya se había cernido sobre el hombre el infortunio. El mitómano -que no imbécil- notó la impertinencia de quedarse, y dejó tras de sí una negra fantasía y el cielo raso compartido, para fabular vaporosas patrañas en otras tierras más fértiles. El hombre conservó fantasía y cielo raso durante el resto de su vida, pues semejante inventiva no habría de esfumarse a voluntad. La fantasía, sin embargo, no llegó nunca a prendarse del hombre, pese a que éste le dedicó fervor constante. A la muerte del crédulo, el mitómano volvió, y como era su elocuente costumbre, le dedicó ciertas palabras. 

martes, 4 de junio de 2013

Calor de hogar




Te abrazas al sobretodo mientras aguardas bajo la misma caseta en la que se refugia una familia sencilla: una mujer y dos hijos pequeños. El techo es el mismo, pero el agua los empapa sólo a ellos. Te incomoda la falsa democracia que reina en la situación. Quisieras que dejara de llover, o bien que esa pobre gente se moviera un poco más allá. Tras una mirada rápida en su dirección, notas que los niños te miran fijamente, y te descubres intruso. Tu pie izquierdo, de hecho, está pisando una esquina del suelo de plásticos y cobijas que delimita su morada. Intentas apretarte a la pared, y te arrebujas más el sobretodo en espera de hacerte mínimo. 
Tienes insoportables ganas de fumar, pero te parece que acaso tu respiración estorba. 
La familia guarda silencio. ¿De qué hablarían contigo ahí? Tampoco concibes que pudieran decir algo aunque te hayas ido. Quisieras cambiarte al techo que se asoma esperanzador al otro lado de la calle, pero tus mocasines de gamuza te lo impiden. Por dios, que pare esta lluvia. El niño más pequeño lloriquea en  el regazo de su madre. Miras el reloj y te das cuenta de que el aguacero está retardando tu hora de comida, que cumples con precisión suiza, por indicación del médico. Ahora tienes hambre, ciertamente. Debiste prever el clima, y cargar con un paraguas, si ya sabes que en esta ciudad nunca se sabe. 
No recuerdas si cerraste la ventana de la sala, y te reprendes mentalmente, tal vez a esta hora ya esté la alfombra mojada. Esta duda te incomoda, y te decides por dañar tus mocasines. Ya que esta casa no tiene puertas, olvidas despedirte de la familia que te albergó en silencio. Ellos te miran saltar en búsqueda del charco menos profundo, hasta que desapareces al final de la calle. Deja de llover como si alguien cerrara un grifo, y la familia se acomoda en su cama sin dedicarte otro pensamiento.