martes, 4 de junio de 2013

Calor de hogar




Te abrazas al sobretodo mientras aguardas bajo la misma caseta en la que se refugia una familia sencilla: una mujer y dos hijos pequeños. El techo es el mismo, pero el agua los empapa sólo a ellos. Te incomoda la falsa democracia que reina en la situación. Quisieras que dejara de llover, o bien que esa pobre gente se moviera un poco más allá. Tras una mirada rápida en su dirección, notas que los niños te miran fijamente, y te descubres intruso. Tu pie izquierdo, de hecho, está pisando una esquina del suelo de plásticos y cobijas que delimita su morada. Intentas apretarte a la pared, y te arrebujas más el sobretodo en espera de hacerte mínimo. 
Tienes insoportables ganas de fumar, pero te parece que acaso tu respiración estorba. 
La familia guarda silencio. ¿De qué hablarían contigo ahí? Tampoco concibes que pudieran decir algo aunque te hayas ido. Quisieras cambiarte al techo que se asoma esperanzador al otro lado de la calle, pero tus mocasines de gamuza te lo impiden. Por dios, que pare esta lluvia. El niño más pequeño lloriquea en  el regazo de su madre. Miras el reloj y te das cuenta de que el aguacero está retardando tu hora de comida, que cumples con precisión suiza, por indicación del médico. Ahora tienes hambre, ciertamente. Debiste prever el clima, y cargar con un paraguas, si ya sabes que en esta ciudad nunca se sabe. 
No recuerdas si cerraste la ventana de la sala, y te reprendes mentalmente, tal vez a esta hora ya esté la alfombra mojada. Esta duda te incomoda, y te decides por dañar tus mocasines. Ya que esta casa no tiene puertas, olvidas despedirte de la familia que te albergó en silencio. Ellos te miran saltar en búsqueda del charco menos profundo, hasta que desapareces al final de la calle. Deja de llover como si alguien cerrara un grifo, y la familia se acomoda en su cama sin dedicarte otro pensamiento. 

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