Nombre, cómo crees, yo te invito. Melchor siempre me invitaba las cocacolas, incluso aquella vez que me iba a Cuba por parte de la Sinfónica, y no tenía un peso. Era la noche anterior a irme. Además sacó los billetes que llevaba en la cartera y también me los dio. No le he pagado. No me dejó hacerlo.
El día en que Ananda me desposeyó de ella, la fui a llorar como perro al bar de Fito. Melchor estaba ahí, como siempre. Él iba ya en el quincuagésimo limonero, pero no por ello dejó de escuchar mi penar con la atención que merecían los cinco años de nuestro noviazgo. Eres un imbécil, me dijo. Era un imbécil, ciertamente. Ananda me dejó por otro imbécil que le pegaba. Yo era muy bueno con ella, al parecer. Muy bueno para su gusto. Después de la primera cocacola me seguía sintiendo miserable, pero presté atención en los otros dos comensales con los que compartíamos barra. Escuché que el de la izquierda de Melchor se llamaba José y vendía papas. Noté que tenía labio leporino. Al otro yo lo conocía. Era Mauricio, un saxofonista ciego que solía tocar con cierta frecuencia frente un banco en la zona céntrica de la ciudad. Yo lo admiraba, era una leyenda para los músicos de la facultad. Nadie entendía por qué con tanto talento tocaba en la calle, pero se contaba que años atrás había sido profesor en el Conservatorio de Música, y que por oscuros motivos había renunciado. Era bien sabido que no tocaba por dinero, y que tenía una casa bonita en el centro. Tocaba para que le escucharan, digo yo. Para decir aquí estoy. Me emocioné, por supuesto, de estar junto a él en un tugurio como ése. Por un momento me olvidé de Ananda y estuvimos platicando sobre arte contemporáneo, del cual no sé un comino, pero bastó con decir que la Galería de la Ciudad era un asco para que él me diera la razón y además me diera cátedra de por qué era cierto. No sólo era un músico eminente, también era bastante entendido en otros aspectos.
El día en que Ananda me desposeyó de ella, la fui a llorar como perro al bar de Fito. Melchor estaba ahí, como siempre. Él iba ya en el quincuagésimo limonero, pero no por ello dejó de escuchar mi penar con la atención que merecían los cinco años de nuestro noviazgo. Eres un imbécil, me dijo. Era un imbécil, ciertamente. Ananda me dejó por otro imbécil que le pegaba. Yo era muy bueno con ella, al parecer. Muy bueno para su gusto. Después de la primera cocacola me seguía sintiendo miserable, pero presté atención en los otros dos comensales con los que compartíamos barra. Escuché que el de la izquierda de Melchor se llamaba José y vendía papas. Noté que tenía labio leporino. Al otro yo lo conocía. Era Mauricio, un saxofonista ciego que solía tocar con cierta frecuencia frente un banco en la zona céntrica de la ciudad. Yo lo admiraba, era una leyenda para los músicos de la facultad. Nadie entendía por qué con tanto talento tocaba en la calle, pero se contaba que años atrás había sido profesor en el Conservatorio de Música, y que por oscuros motivos había renunciado. Era bien sabido que no tocaba por dinero, y que tenía una casa bonita en el centro. Tocaba para que le escucharan, digo yo. Para decir aquí estoy. Me emocioné, por supuesto, de estar junto a él en un tugurio como ése. Por un momento me olvidé de Ananda y estuvimos platicando sobre arte contemporáneo, del cual no sé un comino, pero bastó con decir que la Galería de la Ciudad era un asco para que él me diera la razón y además me diera cátedra de por qué era cierto. No sólo era un músico eminente, también era bastante entendido en otros aspectos.
A las tres de la mañana se dejó de escuchar música de banda en las bocinas del lugar para tocar a Mahler. Era la forma ensayada de Fito para correr sutilmente a sus clientes. Melchor y yo siempre nos quedábamos un rato más, cuando la gente ya se había ido, y Fito amenazaba con cerrar las puertas. Esta vez sonaba la sinfonía no. 2, “Resurrection” cuando Melchor se levantó del banco, pagó mi cuenta y la suya, tomó a Mauricio del brazo y salió por la puerta. Yo lo seguí, y también el tal José. Nos subimos los cuatro al auto de Melchor, quien siempre se ofrecía para llevar a sus casas a cuanto compadre se le aparecía. Los tres iban bastante alcoholizados, menos yo, porque soy abstemio y sólo tomo cocacolas; aunque he de decir que cuando se está deprimido uno torna a perder la conciencia peor que un bebedor, y yo estaba por los suelos. No sé cómo ni quién pensó que era buena idea irnos por un café al puerto de Veracruz, pero Melchor no dudó y cuando me di cuenta ya íbamos en carretera. No puse objeción, lo único que quería era dejar de pensar en Ananda y su bélico amor por un rato.
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