A medio día
entramos de nuevo en el auto. Al pasar frente a los Portales, Melchor se orilló
y bajamos todos con él. Éramos un grupo digno de ver. Con la ropa medio mojada
aún, el cabello revuelto y los zapatos llenos de arena, tomamos una mesa de
afuera. Mauricio era el único decente, además de que el bastón y los lentes
oscuros siempre le dotaban de cierto respeto. Cuando se acercó la mesera
levantó la ceja y nos tomó la orden. Era bastante guapa, pero no tan guapa como
Ananda. Tres cafés, una coca. Te va a dar diabetes, para eso es mejor morir de
borracho, me soltó Melchor. Siempre me decía lo mismo. A él siempre le
escuchaba los consejos, desde aquellos remotos años en que tomé su clase en la
facultad. Desde entonces se volvió mi mentor y mejor amigo. No puedo decir que
yo fuera el suyo. Le simpatizaba, a lo más, porque era de los pocos que no
lo juzgaba cuando llegaba ebrio a dar clase. Era una especie de genio. Podía
dirigir un concierto venido directamente de pasar la tarde en alguna cantina,
sin que nadie en el público lo notara. Los músicos lo notábamos, no en la
pauta, pero sí en los ojos ligeramente desorbitados, y su hedor a alcohol. Eres
un blando, ése es tu problema. Por eso te dejó tu noviecita y por eso no vas a
triunfar como músico. Se hizo el silencio. En ese momento regresó la mesera con
las bebidas. ¿Nada más? Nada más, gracias. Debiste nacer ciego o deforme, así
seguro tendrías agallas, siguió Melchor. Miré de reojo a Mauricio, seguía
impávido bajo sus lentes oscuros. Tampoco José pareció haberse dado por
aludido, en ese momento se zampaba un pan dulce. Tragué saliva y no se me
ocurrió qué responder. La mesera pasaba junto a mí, así que le hice una seña.
Una cerveza, por favor. Melchor esbozó una sonrisa.
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