martes, 21 de agosto de 2012

Te pego pero no me dejes (parte III)



A medio día entramos de nuevo en el auto. Al pasar frente a los Portales, Melchor se orilló y bajamos todos con él. Éramos un grupo digno de ver. Con la ropa medio mojada aún, el cabello revuelto y los zapatos llenos de arena, tomamos una mesa de afuera. Mauricio era el único decente, además de que el bastón y los lentes oscuros siempre le dotaban de cierto respeto. Cuando se acercó la mesera levantó la ceja y nos tomó la orden. Era bastante guapa, pero no tan guapa como Ananda. Tres cafés, una coca. Te va a dar diabetes, para eso es mejor morir de borracho, me soltó Melchor. Siempre me decía lo mismo. A él siempre le escuchaba los consejos, desde aquellos remotos años en que tomé su clase en la facultad. Desde entonces se volvió mi mentor y mejor amigo. No puedo decir que yo fuera el suyo. Le simpatizaba, a lo más, porque era de los pocos que no lo juzgaba cuando llegaba ebrio a dar clase. Era una especie de genio. Podía dirigir un concierto venido directamente de pasar la tarde en alguna cantina, sin que nadie en el público lo notara. Los músicos lo notábamos, no en la pauta, pero sí en los ojos ligeramente desorbitados, y su hedor a alcohol. Eres un blando, ése es tu problema. Por eso te dejó tu noviecita y por eso no vas a triunfar como músico. Se hizo el silencio. En ese momento regresó la mesera con las bebidas. ¿Nada más? Nada más, gracias. Debiste nacer ciego o deforme, así seguro tendrías agallas, siguió Melchor. Miré de reojo a Mauricio, seguía impávido bajo sus lentes oscuros. Tampoco José pareció haberse dado por aludido, en ese momento se zampaba un pan dulce. Tragué saliva y no se me ocurrió qué responder. La mesera pasaba junto a mí, así que le hice una seña. Una cerveza, por favor. Melchor esbozó una sonrisa. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario