lunes, 20 de agosto de 2012

Te pego pero no me dejes (parte II)



A las seis de la mañana llegamos al puerto, pero era aún muy temprano y ningún café abría al menos hasta las ocho. En la playa, unos pescadores acomodaban sus redes para salir a mar abierto. Nos instalamos bajo unos toldos desocupados y a los minutos José regresaba con un cartón de cervezas y una cocacola para mí. Melchor fue donde los pescadores y lo perdimos de vista un rato. Entonces me enteré de que José no vendía papas en una verdulería, como yo imaginaba, sino que tenía por toda la ciudad varios puestos en donde sus empleados se pasaban el día pelando las papas y friéndolas en pailas, para luego venderlas en bolsitas de diez pesos. Al parecer vender papas dejaba buen dinero. Todo lo que ganaba lo ahorraba para los quince años de su hija, según él, pero a mí me pareció que desde hacía mucho ya había juntado lo de tres fiestas. Su hija no pensaba lo mismo: ella quería un vestido que había visto en un catálogo de una tienda francesa, llegar en limosina al salón de fiestas de un gran hotel, y un platillo de cinco tiempos para todos sus invitados. Mauricio comenzó a hablar sobre lo terrible que resultaba derrochar el dinero de unos buenos estudios universitarios, en nombre de presentar a las jovencitas en sociedad. Después siguió con un discurso sobre los bailes en la cortes imperiales, pero estaba tan agotado que me quedé dormido. Soñé con Ananda bailando el vals en un vestido de princesa rosado. Cuando abrí los ojos, Melchor ya había regresado, y traía en las manos dos cubetas llenas de ceviche, que todos devoramos con las manos sin preguntar de dónde habían salido. Cuando se acabó la comida y las cervezas, nos metimos a la playa con todo y ropa, menos Mauricio, porque según dijo, odiaba el mar. Ninguno pidió más explicaciones. Lo dejamos asoleándose en la playa mientras los otros nos despabilábamos con el agua fría.

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