A las seis de
la mañana llegamos al puerto, pero era aún muy temprano y ningún café abría al
menos hasta las ocho. En la playa, unos pescadores acomodaban sus
redes para salir a mar abierto. Nos instalamos bajo unos toldos desocupados y a
los minutos José regresaba con un cartón de cervezas y una cocacola para mí.
Melchor fue donde los pescadores y lo perdimos de vista un rato. Entonces me
enteré de que José no vendía papas en una verdulería, como yo imaginaba, sino
que tenía por toda la ciudad varios puestos en donde sus empleados se
pasaban el día pelando las papas y friéndolas en pailas, para luego venderlas
en bolsitas de diez pesos. Al parecer vender papas dejaba buen dinero. Todo lo
que ganaba lo ahorraba para los quince años de su hija, según él, pero a mí me
pareció que desde hacía mucho ya había juntado lo de tres fiestas. Su hija no
pensaba lo mismo: ella quería un vestido que había visto en un catálogo de una
tienda francesa, llegar en limosina al salón de fiestas de un gran hotel, y un
platillo de cinco tiempos para todos sus invitados. Mauricio comenzó a hablar
sobre lo terrible que resultaba derrochar el dinero de unos buenos estudios
universitarios, en nombre de presentar a las jovencitas en sociedad. Después
siguió con un discurso sobre los bailes en la cortes imperiales, pero estaba tan
agotado que me quedé dormido. Soñé con Ananda bailando el vals en un vestido de
princesa rosado. Cuando abrí los ojos, Melchor ya había regresado, y traía en
las manos dos cubetas llenas de ceviche, que todos devoramos con las manos sin
preguntar de dónde habían salido. Cuando se acabó la comida y las cervezas, nos
metimos a la playa con todo y ropa, menos Mauricio, porque según dijo, odiaba
el mar. Ninguno pidió más explicaciones. Lo dejamos asoleándose en la playa
mientras los otros nos despabilábamos con el agua fría.
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